Un cuerpo humillado, atormentado y, finalmente, profanado hasta la mutilación. Es el del joven unitario que encuentra su fin en las bárbaras y federales manos de los habitantes de “El matadero”. Cuando Esteban Echeverría escribió su cuento, futuro clásico de la literatura argentina, la cuenta regresiva hacia la muerte de Marco Avellaneda corría a toda velocidad. La “ley del odio” de la que hablaba Joaquín V. González es la adjudicada por Echeverría a los verdugos de su protagonista y será la que aflore el 3 de octubre de 1841, pero no en clave de ficción. Como los santos del panteón cristiano, Avellaneda vivirá su propio calvario hasta convertirse en mártir. El mártir de Metán.

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“Hace el mal sin pasión”, decía Sarmiento de Rosas. No será el caso de Avellaneda, víctima de un apasionado salvajismo que terminará con su cabeza convertida en trofeo de guerra. Y hubo más. Bernardino Olid, “uno de los hombres más feroces y carniceros” al decir del coronel García, oficial del ejército federal, sacó el cuchillo y cortó una lonja de la piel de Avellaneda. Así confeccionó su manea, una de esas piezas de cuero que se usan para atar las patas de los animales. No bastaba con matar; el ensañamiento con el cuerpo del vencido ya se había transformado en una tradición tan argentina que perdura hasta hoy.

Las últimas horas de Marco Avellaneda: el tucumano que dio su vida por la libertad

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Hubo también un beso de Judas.  Cuando Jesús llega al huerto de Getsemaní es para aguardar al discípulo traidor que lo entregará al Gólgota y a la cruz. En el caso de Avellaneda, quien sellará su destino es Gregorio Sandoval, uno de los oficiales que, cual Judas de nuestras guerras civiles, cambiará de bando a cambio de los correspondientes talentos de plata. Sandoval conoce el itinerario de la huida de Avellaneda y por eso lo encuentra en Guachipas, en la estancia La Alemania. Ya no habrá reunión de Avellaneda con su familia, a la que puso a salvo en el exilio boliviano. Sandoval, vendido a los federales del general Manuel Oribe, prescinde del beso oprobioso. Simplemente, entrega a Avellaneda a sabiendas de que lo ejecutarán sin la pantomima de un juicio previo.

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Todo había concluido pocos días antes, el 19 de septiembre. La Liga del Norte, nacida en oposición a Juan Manuel de Rosas, jugó a cara o cruz su proyecto en una batalla desigual y desastrosa: la de Famaillá. En cuestión de horas los federales comandados por el uruguayo Oribe liquidaron al ejército unitario al mando del general Juan Galo Lavalle y Avellaneda, uno de los motores intelectuales aportados por Tucumán a la coalición, formó parte del desbande. No llegó demasiado lejos, como quedó expuesto.

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El cuerpo que realmente perseguían los federales era el de Lavalle, el premio mayor de esa lotería guerrera que Oribe pretendía llevarle a Rosas. Lavalle puso rumbo norte, con la frontera bolivana como meta, pero no pasó de San Salvador de Jujuy. Una partida federal le dio caza y terminó matándolo casi por accidente (con una bala que entró por la cerradura de una puerta). Pero no habría profanación de los restos de Lavalle; tras eviscerar el cuerpo en Huacalera y velarlo en Tilcara, sus leales lo depositaron en Potosí. Oribe no se daría con el gusto de pasear la cabeza del héroe de la Independencia ni de clavarla a una pica en una plaza. Ese horrible destino quedó reservado para Avellaneda.

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El crimen de Metán alimentó la triste saga protagonizada por las principales figuras de la vida política tucumana durante la primera mitad del siglo XIX. Hay una poderosa marca de sangre incrustada en la historia provincial, pecados de origen que explican mucho de lo que sucedió después. Como si los tiempos violentos que surcaban el territorio nacional, a caballo de las guerras civiles, redoblaran la apuesta en aquel Tucumán impiadoso, tan cruzado por el dolor. Así resultó el cruento fin de cuatro gobernadores: fusilados murieron Bernabé Aráoz (24 de marzo de 1824) y Javier López (24 de enero de 1836). Lo de Alejandro Heredia fue un asesinato en plena emboscada (12 de noviembre de 1838). Y a Marco Avellaneda le tocó el degüello.

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Avellaneda había nacido en Catamarca, donde su padre Juan Nicolás había sido gobernador. La familia se exilió en Tucumán -siempre la intolerancia política de por medio- y aquí Marco conoció a su esposa Dolores, hija de uno de los hombres más acaudalados de la región: José Manuel Silva. Justamente en la casa de Silva -la primera que tuvo dos pisos en la ciudad- funciona hoy el Museo Histórico Nicolás Avellaneda. Quien fuera presidente de la Nación (1874-1880) era uno de los hijos del matrimonio. Triste paradoja del devenir histórico: Marco Avellaneda fue pasado a degüello el día que el pequeño Nicolás cumplía 4 años.

Documental: la historia de Marco Avellaneda, “El mártir olvidado”

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Hombre ilustrado, un Doctor en Jurisprudencia de apenas 28 años, a Marco Avellaneda le apagan la luz de la vida en la fatídica jornada metanense. Tenía, en potencia, la capacidad para descollar como un baluarte de la generación del 37. La de Alberdi, Mitre y Sarmiento. Y la de Echeverría, el escritor que profetizó en “El matadero” de qué forma podía pagar un unitario convencido el precio de caer en las peores manos.